Vladi, retratado en El reino del espanto

 Los siguientes son extractos de la novela de Alvaro Vargas Llosa (Grijalbo) que desnudan la personalidad del ex asesor de inteligencia .
Opositores al ex asesor piden cadena perpetua en calles de Lima.

Dónde le nació esa vocación por la tiniebla? ¿Dónde se fue gestando esa personalidad ontológicamente inepta para la luz? Quizá fue en esos primeros años, en Arequipa, la ciudad donde nació, el 20 de mayo de 1945, el segundo de cinco hermanos, un varón mayor que él y tres mujeres menores.

Cuando perdió a su madre, siendo muy pequeño, se retrajo y sus pensamientos los envolvió el silencio. Hacía pocas travesuras, aunque luego hizo una gorda, cuando a los 15 años, estudiante ya del colegio militar Francisco Bolognesi tras una etapa en una escuela de jesuitas donde sin duda la vocación por la duplicidad se enriqueció, fue denunciado por el dueño de una librería por un préstamo que no pagó.

Hijo de un escribano comunista, Francisco Montesinos y Montesinos, no fue tanto la política como el cuartel lo que, a su pesar, el hogar le inculcó. A instancias de padre, y tras completar sus estudios secundarios en la escuela militar de Chorrillos, ya en la capital, ingresó a la escuela de oficiales, de donde egresó como alférez de artillería en 1967, tras muchos roces con el oficial que lo tenía a su cargo por incumplimientos durante la instrucción.

Sus amigos sabían que su vocación era la abogacía, la carrera de su tío Alfonso. Después de un periodo en un cuartel arequipeño, viajó destacado a la capital en 1971 y por fin estudió derecho en la universidad de San Marcos, donde además conoció a su futura esposa, Trinidad Becerra.

Ya un ávido lector, que saboreaba las biografías de Fouché y El Príncipe de Maquiavelo, conoció a un alma gemela: el sociólogo Francisco Loayza, profesor vinculado al proceso revolucionario del gobierno militar, a quien pronto confesó su visión radical de las cosas: “Yo mandaría al paredón a los conservadores que frenan el avance de la revolución”.

Cuando se supo que la agenda presidencial iba a manos de la embajada norteamericana casi al minuto de ser aprobada por el propio gobernante, la sospecha recayó en Montesinos, en quien no confiaban los más rojos del régimen. Nadie supo leer, entonces, aunque Loayza algo intuyó, al frío, implacable hombre de intriga que había en el sospechoso.

Logró, en una maniobra veloz, que la sospecha derivara hacia un abogado que era también asesor del primer ministro y que fuera despedido. Para reforzar su lazo de lealtad con el primer ministro, le propuso un golpe de Estado contra Juan Velasco —”si usted ordena, mi general, lo volamos en el zanjón”—, que su jefe rechazó.

El 27 de agosto de 1976, Montesinos dijo estar enfermo, falsificó la firma de la comandancia general del Ejército en un formulario de viaje en blanco y se presentó en la embajada de EU. El 5 de septiembre, sin permiso, viajó a ese país, donde estaba invitado desde mucho tiempo atrás por la Corporación Rand y el investigador Luigi Einaudi —interesado en la presencia militar en los gobiernos del Cono Sur— a dar una conferencia en la CIA. No por última vez en su vida, el hombre de la tiniebla se topó con un súbito rayo de luz de día: un general que ejercía de delegado del ejército ante la Junta Interamericana de Defensa se sorprendió de encontrarlo en una recepción.

El jefe de las Fuerzas Armadas lo mandó arrestar y fue conducido al servicio de inteligencia nacional. En su casa, agentes del SIN encontraron papeles secretos. En la zona de guerra del tribunal militar, el fiscal militar pidió que se incluyera en los cargos el de traición a la patria por la entrega a la CIA de documentos de Estado que incluían el listado de las armas soviéticas adquiridas por el gobierno revolucionario.

El cargo fue desechado y limitado a desobediencia y falsedad, pero ya los nombres de Montesinos y la CIA habían quedado entreverados en la imaginación militar: Montesinos reconoció haber tenido contactos con el espionaje norteamericano. Le cayó un año de prisión, que cumplió en el cuartel Simón Bolívar y la expulsión del ejército. Quedaría para siempre como ex capitán de artillería.